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En el peor momento de la relación, el Presidente decidió apoyar a la vice y se sumó a una contienda ajena. Alerta entre los jueces y 2021 en guerra.


Juan Luis González

Alberto Fernández detesta a Amado Boudou. Es un rechazo más personal que político, y la ira por cómo el entonces vicepresidente hizo echar a su histórico mentor, Esteban Righi, todavía anida en el pecho del actual mandatario. Por eso es que hay una sola manera de entender las públicas protestas presidenciales, a las que se sumaron varios miembros del albertismo, sobre la decisión de la Corte Suprema que confirmó el fallo contra el ex funcionario rockero: como un gesto, quizás uno de los últimos, hacia Cristina Kirchner. Esa relación pende de un hilo, y por eso Alberto ahora ofrece a la máxima autoridad judicial en una especie de sacrificio sagrado.

De Todos. De ahí que el Presidente tomó esa decisión sabia para la estabilidad de su gobierno, y se embarcó en una cruzada en la que no cree. “Coincido en muchas de las cosas que dijo CFK en su carta”, explicó luego Alberto sobre la última misiva de la vicepresidenta en la que ella destroza a la Corte y en la que le cuenta las costillas, uno por uno, a sus miembros. Pero lo más importante, como suele suceder en la política desde el comienzo de los tiempos, es lo que no se dice: en muchas otras cosas Alberto está lejos de coincidir. Por ejemplo, que el lawfare tenga aunque sea una mínima ligazón con las condenas a Boudou. Cualquiera que haya intercambiado dos palabras con Fernández sobre el tema sabe que él está convencido de que el ex vicepresidente es, lisa y llanamente, responsable de lo que se lo acusa. “Alberto decía que lo de Boudou con Ciccone era un ejemplo perfecto para estudiar en las escuelas de Derecho sobre corrupción estatal”, recuerda uno de sus históricos amigos con un atisbo de preocupación sobre el giro presidencial con respecto a la culpabilidad del ex funcionario.

Sin embargo, el Presidente tiene larga experiencia en la política. Por eso Alberto critica la manera en que falló la Corte –el artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial, que le permite al máximo tribunal expedirse sin dar demasiadas explicaciones públicas, herramienta que usan los supremos desde hace décadas– y no se expresa sobre el fondo de la cuestión. Es que, ante todo, lo que está haciendo al involucrarse de lleno en el tema –como hicieron otros albertistas que hasta entonces miraban la contienda judicial desde un segundo plano, como Vilma Ibarra o el ministro Juan Cabandié– es ofrecerle una concesión a CFK en el tema que más le importa. La Justicia es un asunto que obsesiona a la vice desde hace años y ahora, en el peor momento de la relación entre las dos principales figuras políticas del país, el Presidente decide no tensar por demás la soga. Lo sabe porque ya le pasó: ese vínculo no es indestructible.

Es, sin embargo, un juego al límite el que están jugando los Fernández. Alberto, a diferencia de lo que ocurría, por ejemplo, el 9 de julio, cuando Cristina lo desairó públicamente por el encuentro con empresarios y él procuró pacientemente hacerle entender sus razones, empieza a mostrar signos de cansancio. “A veces se le nota que se está hinchando las bolas”, lo describe gráficamente uno de sus amigos. Quizás la avanzada contra la Corte no sea suficiente.

Cortados. “Nunca hubo un ataque tan frontal desde el Poder Ejecutivo como este”, sintetiza un hombre clave del entorno de uno de los supremos. Es que se viven horas dramáticas en el cuarto piso de Tribunales: desde allí cuentan que ni en sus pesadillas más radicales podían imaginar la carta de CFK ni por su forma ni por su tiempo ni su contenido, temores que se debatieron el martes 15 en un zoom en el que participaron todos los integrantes de la Corte. “La carta es incorrecta sobre el 280, algo que se usó siempre, es en un momento extraño, justo después de que la Comisión Beraldi propone una reforma judicial, y es además un ataque contra las instituciones republicanas”, sintetizan desde aquel costado de la grieta.

Sin embargo, en algo parece tener razón CFK: la Corte actuó como una corporación y se cerró sobre sí misma. La carta llegó en un momento en que la relación entre Carlos Rosenkrantz, su presidente, y Ricardo Lorenzetti, que ocupó esa silla durante 11 años, era más que complicada, misma tensión que se vive con los otros miembros de la Corte. Pero la carta tuvo un efecto inesperado: los supremos se abroquelaron y decidieron posponer las diferencias hasta que capee el temporal. La retirada estratégica, en la que acordaron no recoger el guante y no devolver las críticas en público –aunque Lorenzetti no se pudo resistir y en una columna en Infobae el domingo 13 se quejó de “las descalificaciones”, y de cómo “se impugna a los árbitros”–, está pensada por lo que viene: en el verano la Corte va a decidir sobre la causa Vialidad y la condena a Lázaro Báez, además de que, con el calendario electoral, los supremos se pueden volver a transformar en parte del debate de campaña. O quizá vuelvan a ser ofrecidos en sacrificio, si las tensiones entre el Presidente y la vice lo vuelven a requerir.

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