Mañana 9 de noviembre, es el 33º aniversario de un hecho que cambió la geopolítica mundial de manera tan drástica como fulminante y humanamente inexplicable: la caída del Muro de Berlín. Era un muro de 155 kilómetros levantado el 13 de agosto de 1961 para impedir que los berlineses y alemanes en general, residentes o transeúntes en la zona comunista de la capital de la RDA, –la República Democrática Alemana– huyeran del «paraíso en la tierra» para pasar a la zona berlinesa ocupada por las potencias occidentales. Tras el final de la II Guerra Mundial en 1945, se puso en marcha la división de la derrotada Alemania, entre la URSS por una parte y los Aliados, EEEUU, Reino Unido y Francia por otra, tal como había sido establecido en las Conferencias de Yalta y Postdam. A un lado y otro de esa frontera estaban apostadas numerosas unidades militares de ambos bandos, organizados militarmente en el Pacto de Varsovia y la OTAN respectivamente. Nadie en su sano juicio y basándose en cálculos exclusivamente humanos, se le había ocurrido pensar ni decir, que un acontecimiento como el que se produjo, y sin violencia alguna, pudiera hacerse realidad. Lo que sucedió –y sigue sucediendo– es que esos tan racionales y sabios analistas y estrategas asesores de los Estados Mayores civiles y militares en cuyas únicas manos presuntamente se decidía la suerte del orden político surgido de 1945, no contaban con otro Actor que existía y que existe desde la eternidad, y que es el verdadero y único Señor de la Historia. Y ese Señor que gusta de actuar discretamente y sirviéndose de nuestra libertad a la que siempre respeta, había decidido ya en 1917 que ese orden debía desaparecer en Europa. El momento sería cuando se cumpliera la condición que por medio de Su Madre había dado a conocer a tres criaturas, en una aldea portuguesa denominada Fátima, el 13 de julio de ese año, para urgir su cumplimiento en España doce años después, en la localidad gallega de Tuy el 13 de junio de 1929. No era pues cuestión de contar cuantas ojivas nucleares disponían ambos bandos, sino de la conversión de la humanidad, y en su defecto, de que el Papa «consagrara Rusia al Inmaculado Corazón de María, en comunión con todos los obispos del mundo», lo que hará San Juan Pablo II el 25 de marzo de 1984. Y así, después de haber apelado –en la despedida de su primer viaje a España–, a las raíces cristianas de Europa desde Finisterre, el 9 de noviembre de 1982, otro 9 de noviembre, en 1989, se desplomaba el Muro.
Origen: La Razòn.es
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